A los cuatro años era ya una persona curiosa y muy molesta. Estaba todo el tiempo encima de mis hermanas, que ya iban al colegio, preguntándole cosas del tipo: “¿y acá, qué dice?” “September, que es septiembre en inglés”, decía mi hermana mayor, “¿y acá?”, señalando el cuaderno de mi otra hermana. Ella no me respondía. Simplemente me empujaba de un codazo y empezaba a gritar “¡Mamá, Sandra me está molestando! No me deja hacer los deberes”. Si esta escena hubiese sido cosa de un día, vaya y pase, pero como se venía repitiendo diariamente, desde el mes de marzo, mis padres decidieron anotarme en el jardín de infantes de la misma escuela a la que iban mis hermanas, y a contraturno, así no las molestaba.
En ese momento yo no tenía claro el nombre del lugar al que iba a ir, así que pensaba que por algo lo llamarían jardín de elefantes (la gente grande dice tantas cosas raras, que uno cuando es chico no entiende). En fin, una vez que me aceptaron en el colegio, empezaron los preparativos: cuaderno, lápices, carpeta, cuadernillo. Como yo, a esa altura del partido, ya sabía escribir, la tarea de ponerle mi nombre a las cosas, correría por mi cuenta. Fue así que, mientras mi mamá forraba cuaderno y cuadernillo, y armaba la carpeta, yo iba escribiendo las etiquetas y poniéndoselas a las cosas. De repente, mis papás y mis hermanas empezaron a reirse de lo que había escrito, y yo los miraba sin entender nada. Entonces me dijeron que el lugar se llamaba jardín de infantes, y no de elefantes. Me puse colorada como un tomate. Tuve que escribir todas las etiquetas de nuevo.
Desde octubre hasta diciembre fui al jardín. Mis hermanas, felices. Esa felicidad les duró poco, porque en el verano, volví al ataque. Pero, para que me entretuviera, y no molestara a nadie, empezaron a llegarme regalos en forma de libros.
Por Sandra Rebeillé
En ese momento yo no tenía claro el nombre del lugar al que iba a ir, así que pensaba que por algo lo llamarían jardín de elefantes (la gente grande dice tantas cosas raras, que uno cuando es chico no entiende). En fin, una vez que me aceptaron en el colegio, empezaron los preparativos: cuaderno, lápices, carpeta, cuadernillo. Como yo, a esa altura del partido, ya sabía escribir, la tarea de ponerle mi nombre a las cosas, correría por mi cuenta. Fue así que, mientras mi mamá forraba cuaderno y cuadernillo, y armaba la carpeta, yo iba escribiendo las etiquetas y poniéndoselas a las cosas. De repente, mis papás y mis hermanas empezaron a reirse de lo que había escrito, y yo los miraba sin entender nada. Entonces me dijeron que el lugar se llamaba jardín de infantes, y no de elefantes. Me puse colorada como un tomate. Tuve que escribir todas las etiquetas de nuevo.
Desde octubre hasta diciembre fui al jardín. Mis hermanas, felices. Esa felicidad les duró poco, porque en el verano, volví al ataque. Pero, para que me entretuviera, y no molestara a nadie, empezaron a llegarme regalos en forma de libros.
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