domingo, 16 de marzo de 2008

San Nicho (Cuento)


El humo de ocote entreverado con la niebla que baja de la serranía envuelve en una especie de sudario las callejuelas del pueblo. De algunos patios surgen, de vez en cuando, los sonidos animales que los hombres han sancionado en su vocabulario con el nombre de onomatopeyas. En el atrio de la iglesia están congregadas las personas que ostentan cargos civiles y religiosos en la comunidad. Los rodean, en actitud agresiva y vociferante, todos los adultos sobre quienes recaen las responsabilidades familiares, amén de los ancianos y ancianas que se mantienen expectantes.
Una voz anónima, que sale del gentío, maldice y expresa ¡Saquen a ese pinche santo Braulio de la iglesia! ¡No sirve el cabrón, más que para sacarnos gastos y muinas! ¡No cumple con lo que le pedimos! ¡Se hace buey, nomás! A esa voz se unen otras hasta crear un murmullo que tiembla y se sacude igual que una víbora acosada. El mayordomo golpea el suelo con su bastón de mando y levanta un brazo. Su puño está cerrado y brilla. La gente calla. ¡Ya lo vamos a echar de nuestro templo y a sembrar su figura de cabeza para que se vaya mucho al infierno, para que se tateme igual que los santos mentirosos que hemos venerado y que nada más nos han hecho tontos! ¡Vamos a dejar ese nicho vacío! ¡Ningún santo volverá a ocuparlo! ¡No se lo merece! ¡Ya corrimos a la santa Eduviges, a Catarino, a Lorenzo y Apolonia! ¡Ahora este Braulio! ¡Que chinguen todos a su madre!
La multitud guiada por el mayordomo entra en el templo. Se dirigen hasta una pequeña capilla lateral. Un peón trepa un peldaño para llegar a donde está la escultura de San Braulio, hermosa talla valenciana en madera policroma y estofada, la toma y la arroja hacia donde están los fieles, quienes se hacen a un lado para que se estrelle y decascare con el granito del suelo. ¡Ora sí ya se chingó!, pronuncia con entusiasmo una mujer regordeta. El nicho queda vacío.
Transcurren cinco años. La vida del pueblo se arrulla en su monótona rutina. Unos nacen y otros mueren. A la iglesia sólo acuden las beatas empedernidas y una que otra mujer desconsolada, como Rutilia Tovar, presunta hija ilegítima del patrón de la hacienda Santa Rosa de Lima, quien sufre y se desespera porque su hijo de cinco años de edad no puede articular palabra alguna, ni siquiera mamá, y se ahoga constantemente con un moquerío espeso y solferino que le da el aspecto de una granada china apachurrada.
De nada han servido ungüentos y medicinas, limpias y sahumerios. Vaya, ni siquiera colgarle estampitas en su mameluco o llevarlo con el chamán de Agua Hedionda para que le soplase polvo de huesos en el ombligo y en las partes blandas. ¡Este niño está pasmado-sentenció una hechicera de Barrio Viejo-, y sólo lo podrá curar la divina voluntad del señor o algún santo que se apiade de la friega en la que está metido! Sólo que en Chipotetlán no hay santo que obre por iniciativa propia o que le haga de intermediario con el Cielo, y Rutilia lo sabe bien porque ella estuvo de mirona aquel día que expulsaron a San Braulio del templo y se sabe desamparada; sin embargo, conserva la costumbre de ir a rezar para desahogarse de sus cuitas y desatar ese nudo que le llena el estómago con pelos cada vez que su Rafaelito se asfixia y puja, puja y se caga.
Las dos bancas de madera carcomida están repletas esa madrugada. No hay lugar ni siquiera para descansar media nalga y concentrarse en la letanía del novenario que se le reza a la Virgen María. Rutilia busca un sitio en el piso para arrodillarse. Las lozas de granito están más frías que el interior del congelador de la carnicería donde trabaja. Peligrosamente frías como para colocar sobre ellas a Rafaelito, aun con la protección del rebozo en el que lo lleva envuelto. Busca dónde dejarlo. Advierte la hornacina baldía que antes albergaba a los santos y, después de hacer un bulto con el chal para proteger a su hijo, lo deposita y se enfrasca en sus oraciones.
Rutilia pide y repide por la salud del pequeño. Sabe que si no se alivia, en cualquier momento lo va a encontrar ahogado entre el caldo que fluye por sus narices y más muerto que su abuelito Tilón el día en que lo sepultaron. Recorre con sus labios los nombres de todos los miembros de la corte celestial que conoce y hasta inventa otros que le suenan rimbombantes, como Archí Papa de los romanos, y por lo tanto influyentes y bien efectivos. Termina sus jaculatorias una hora más tarde. Recoge a su hijo, le quita el rebozo de la cabeza y encara el milagro que la deja boquiabierta y con el corazón cacareando.
Rafaelito le dice: Mamá, mamacita, tengo hambre, con unos labios limpios de mucosidades, con una lengua clara, cristalina, y una garganta de la que han desaparecido las llagas, la tos y los gruñidos cavernosos.
La noticia del milagro se esparce. Muchas madres al principio y después todo aquél que pueda llegar al pie del nicho y encaramarse colocan a sus vástagos o arrumban su propia humanidad en la oquedad bendita y obtienen la curación anhelada, reclamada durante días, meses, o años. La iglesia recobra su calidad de santuario y el nicho es venerado con cirios, velas, quinqués y lámparas de baterías, y adornado con milagritos y retablos hechos y pintados por manos preñadas de humildad donde se le agradecen los favores recibidos. Se crea la congregación de San Nicho y es la misma Rutilia quien borda con hilo de plata un paño carmesí y viste con él el santo hueco.
Hoy el templo de Chipotetlán semeja un queso gruyere en su interior, debido a que un cura con cierta imaginación y sentido financiero escarbó una vasta cantidad de nichos en su muros, a los que agregó una rendija que sirva como alcancía, sin que hasta la fecha la hayan dado resultado; pues como dice un lugareño: ¡San Nicho sólo hay uno y ése nos hace los milagros gratis!

Por Eugenio Aguirre

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