Vivimos en democracias imperfectas, con sus problemas y sus vicios, pero, como dice el refrán, la cosa podría empeorar. Y esto es precisamente lo que nos tememos que está pasando en este arranque de siglo XXI: la democracia se está muriendo.
Vale la pena repasar la historia para ponernos en antecedentes. La democracia nace hace apenas doscientos años, de la mano de la Revolución Francesa de 1789 y la Independencia de Estados Unidos en 1776. Anteriormente el sistema de poder era la monarquía absoluta, en la cual un grupo de potentados en torno a la figura de monarca ejercían un control despótico y total del pueblo, que se limitaba a vivir su vida como sirvientes o súbditos, sin acceso a la educación, ni a la cultura. Esta última estaba exclusivamente en manos de la iglesia ya que se transmitía de monje a monje en monasterios donde la actividad principal era mantener el legado cultural, los textos, copiándolos a mano en preciosas miniaturas. El pueblo, claro está, creaba su propios elementos culturales, bien sean basados en la experiencia o folklóricos, pero la ciencia y la filosofía solamente se conocían en el clero y en las cortes reales.
Se dice por ahí que la Revolución Francesa inició debido a una hambruna que asolaba al pueblo de París, pero ese hecho dramático no fue más que una anécdota, o la chispa que prendió el fuego. El verdadero combustible de la Revolución Francesa fue el movimiento conocido como Ilustración, que a su vez fue posible por el invento de la imprenta en 1439. Este invento de Johannes Gutenberg abarató y facilitó enormemente la transmisión de la cultura al poder imprimirse en serie los libros (¡comparen esto con copiar los libros a mano!). En el siglo XVI y XVII había que ser rico para poder tener libros, pero al menos el conocimiento dejó de ser exclusivo de los monjes. La Ilustración fue un movimiento de ricos comerciantes con acceso a la cultura que queriendo acabar con el dominio exclusivo de los reyes y los nobles, definieron y defendieron valores desconocidos hasta aquel momento como libertad, igualdad y fraternidad. El pueblo llano abrazó estos ideales y nada más les faltó una razón, en la forma de una mala cosecha, para culpar al monarca, armar la revolución y cambiar la historia para siempre.
¿Para siempre o solamente hasta el siglo XXI?
Decimos esto porque existen suficientes indicios para pensar que la democracia, el sistema político que en toda la historia de la humanidad más ha favorecido la mejora de las condiciones y estilo de vida de los ciudadanos en cuyos países se ha implantado “de verdad”, está siendo sustituida paulatinamente por “otra cosa”. De hecho, hay estudiosos que consideran que la democracia moderna no ha sido más que un espejismo de la historia, una gran excepción donde los derechos del conjunto han prevalecido sobre los del poderoso – o para ser más realistas, donde los derechos del conjunto han tenido alguna importancia. Así pues nos abocamos a una nueva época de totalitarismo, ya sea claramente como en las dictaduras, o disfrazado de “falsa democracia”. Una época en la cual los poderes fácticos se hacen con el poder y no hay mecanismo pacífico para arrancárselo de las manos. Igual que antes de la Revolución Francesa, igual que ocurre en todos los regímenes dictatoriales.
La democracia lleva años siendo maltratada y vapuleada. Políticos corruptos que traicionan al ciudadano y le hacen desconfiar del sistema. Empresas que crecen demasiado y adquieren demasiado poder (por ejemplo, los ingresos de Microsoft son superiores al Producto Interior Bruto de un país pequeño pero rico como Bélgica, por lo que su poder es al menos equivalente). O ya de plano organizaciones supranacionales cuyo funcionamiento no es democrático, como las Naciones Unidas, La Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea, reciben traspaso de poderes de gobiernos nacionales que sí son elegidos democráticamente.
La última gota que colma el vaso, es la intención de acabar con el corazón de la democracia: ese derecho y deber que tantos siglos logró conseguir: votar a los que nos representan, escoger a los que nos van a gobernar.
Las bases de ese sistema las encontramos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En su artículo 21 podemos leer que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos”, y además que “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas, que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”. Esto significa que tenemos derecho a votar, y que nuestro voto ha de ser emitido en libertad: no debe ser coaccionado, y el votante no debe sufrir ningún tipo de represalia por su elección de voto.
Sabemos que el sistema electoral es imperfecto, y no solamente en México, sino en todo el mundo. Sabemos que se organizan tamalizas en los pueblos para captar el voto. En España, voluntarios del derechista Partido Popular llevan a los ancianos que así lo requieran a votar (el mayor problema de los ancianos en este país es la soledad, y por un poco de compañía bien están dispuestos a votar lo que sea). Sabemos que se da alguna irregularidad en alguna casilla. Pero estos incidentes son anecdóticos, no tienen efecto en el resultado de las elecciones cuando los votantes son decenas de millones. En realidad es muy raro que el resultado de unas elecciones sea tan ajustado que las irregularidades tengan un impacto en el resultado final: un escaso punto de diferencia entre dos candidatos cuando hay 10 millones de votantes, es una diferencia de 100.000 votos, un número muy grande de votos para ser conseguidos a base de “mapaches” o “carrouseles” que pasen desapercibidos a los observadores independientes. Recuerde el lector que en la ocasión que el resultado no fue el esperado por el poder en 1988, se hizo que “se cayera el sistema” y que los votos emitidos “se quemaran” para no poder hacer recuento. Así que se puede afirmar que el sistema actual de boleta que rellena el votante y urna cerrada donde se deposita, más la presencia de ciudadanos y observadores de todos los partidos en cada casilla, garantizan que la emisión de voto y el recuento en la casilla son en realidad muy fiables incluso si hay pequeñas irregularidades. Es en el recuento central donde realmente se puede dar el fraude, pero al ser un proceso centralizado, si hay voluntad para hacerlo es muy sencillo monitorizarlo y auditar los resultados obtenidos.
En este contexto aparece el llamado “voto electrónico”, que según las empresas y los gobiernos que lo quieren implementar, “acabará con las irregularidades en el proceso electoral”.
El voto electrónico en realidad solamente acabará con la única parte del proceso que es fiable en la actualidad: la emisión del voto por parte del ciudadano, que marca él mismo su opción en un papel, y lo deposita con sus propias manos en una urna cerrada.
Si sustituimos este proceso por la elección de la opción de voto sobre una computadora, ¿quién garantiza al votante que su voto no va a ser manipulado por el sistema informático, es decir, el votante escoge B pero el sistema marca A?
Les dejamos que reflexionen sobre este asunto. En el siguiente artículo les explicaremos cómo funciona en detalle el llamado “voto electrónico”, dónde se usa en la actualidad, y les detallaremos por qué es una mala idea que va a tener un impacto letal en la democracia.
Eva Sánchez Guerrero
Vale la pena repasar la historia para ponernos en antecedentes. La democracia nace hace apenas doscientos años, de la mano de la Revolución Francesa de 1789 y la Independencia de Estados Unidos en 1776. Anteriormente el sistema de poder era la monarquía absoluta, en la cual un grupo de potentados en torno a la figura de monarca ejercían un control despótico y total del pueblo, que se limitaba a vivir su vida como sirvientes o súbditos, sin acceso a la educación, ni a la cultura. Esta última estaba exclusivamente en manos de la iglesia ya que se transmitía de monje a monje en monasterios donde la actividad principal era mantener el legado cultural, los textos, copiándolos a mano en preciosas miniaturas. El pueblo, claro está, creaba su propios elementos culturales, bien sean basados en la experiencia o folklóricos, pero la ciencia y la filosofía solamente se conocían en el clero y en las cortes reales.
Se dice por ahí que la Revolución Francesa inició debido a una hambruna que asolaba al pueblo de París, pero ese hecho dramático no fue más que una anécdota, o la chispa que prendió el fuego. El verdadero combustible de la Revolución Francesa fue el movimiento conocido como Ilustración, que a su vez fue posible por el invento de la imprenta en 1439. Este invento de Johannes Gutenberg abarató y facilitó enormemente la transmisión de la cultura al poder imprimirse en serie los libros (¡comparen esto con copiar los libros a mano!). En el siglo XVI y XVII había que ser rico para poder tener libros, pero al menos el conocimiento dejó de ser exclusivo de los monjes. La Ilustración fue un movimiento de ricos comerciantes con acceso a la cultura que queriendo acabar con el dominio exclusivo de los reyes y los nobles, definieron y defendieron valores desconocidos hasta aquel momento como libertad, igualdad y fraternidad. El pueblo llano abrazó estos ideales y nada más les faltó una razón, en la forma de una mala cosecha, para culpar al monarca, armar la revolución y cambiar la historia para siempre.
¿Para siempre o solamente hasta el siglo XXI?
Decimos esto porque existen suficientes indicios para pensar que la democracia, el sistema político que en toda la historia de la humanidad más ha favorecido la mejora de las condiciones y estilo de vida de los ciudadanos en cuyos países se ha implantado “de verdad”, está siendo sustituida paulatinamente por “otra cosa”. De hecho, hay estudiosos que consideran que la democracia moderna no ha sido más que un espejismo de la historia, una gran excepción donde los derechos del conjunto han prevalecido sobre los del poderoso – o para ser más realistas, donde los derechos del conjunto han tenido alguna importancia. Así pues nos abocamos a una nueva época de totalitarismo, ya sea claramente como en las dictaduras, o disfrazado de “falsa democracia”. Una época en la cual los poderes fácticos se hacen con el poder y no hay mecanismo pacífico para arrancárselo de las manos. Igual que antes de la Revolución Francesa, igual que ocurre en todos los regímenes dictatoriales.
La democracia lleva años siendo maltratada y vapuleada. Políticos corruptos que traicionan al ciudadano y le hacen desconfiar del sistema. Empresas que crecen demasiado y adquieren demasiado poder (por ejemplo, los ingresos de Microsoft son superiores al Producto Interior Bruto de un país pequeño pero rico como Bélgica, por lo que su poder es al menos equivalente). O ya de plano organizaciones supranacionales cuyo funcionamiento no es democrático, como las Naciones Unidas, La Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional o la Unión Europea, reciben traspaso de poderes de gobiernos nacionales que sí son elegidos democráticamente.
La última gota que colma el vaso, es la intención de acabar con el corazón de la democracia: ese derecho y deber que tantos siglos logró conseguir: votar a los que nos representan, escoger a los que nos van a gobernar.
Las bases de ese sistema las encontramos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En su artículo 21 podemos leer que “toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos”, y además que “la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas, que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”. Esto significa que tenemos derecho a votar, y que nuestro voto ha de ser emitido en libertad: no debe ser coaccionado, y el votante no debe sufrir ningún tipo de represalia por su elección de voto.
Sabemos que el sistema electoral es imperfecto, y no solamente en México, sino en todo el mundo. Sabemos que se organizan tamalizas en los pueblos para captar el voto. En España, voluntarios del derechista Partido Popular llevan a los ancianos que así lo requieran a votar (el mayor problema de los ancianos en este país es la soledad, y por un poco de compañía bien están dispuestos a votar lo que sea). Sabemos que se da alguna irregularidad en alguna casilla. Pero estos incidentes son anecdóticos, no tienen efecto en el resultado de las elecciones cuando los votantes son decenas de millones. En realidad es muy raro que el resultado de unas elecciones sea tan ajustado que las irregularidades tengan un impacto en el resultado final: un escaso punto de diferencia entre dos candidatos cuando hay 10 millones de votantes, es una diferencia de 100.000 votos, un número muy grande de votos para ser conseguidos a base de “mapaches” o “carrouseles” que pasen desapercibidos a los observadores independientes. Recuerde el lector que en la ocasión que el resultado no fue el esperado por el poder en 1988, se hizo que “se cayera el sistema” y que los votos emitidos “se quemaran” para no poder hacer recuento. Así que se puede afirmar que el sistema actual de boleta que rellena el votante y urna cerrada donde se deposita, más la presencia de ciudadanos y observadores de todos los partidos en cada casilla, garantizan que la emisión de voto y el recuento en la casilla son en realidad muy fiables incluso si hay pequeñas irregularidades. Es en el recuento central donde realmente se puede dar el fraude, pero al ser un proceso centralizado, si hay voluntad para hacerlo es muy sencillo monitorizarlo y auditar los resultados obtenidos.
En este contexto aparece el llamado “voto electrónico”, que según las empresas y los gobiernos que lo quieren implementar, “acabará con las irregularidades en el proceso electoral”.
El voto electrónico en realidad solamente acabará con la única parte del proceso que es fiable en la actualidad: la emisión del voto por parte del ciudadano, que marca él mismo su opción en un papel, y lo deposita con sus propias manos en una urna cerrada.
Si sustituimos este proceso por la elección de la opción de voto sobre una computadora, ¿quién garantiza al votante que su voto no va a ser manipulado por el sistema informático, es decir, el votante escoge B pero el sistema marca A?
Les dejamos que reflexionen sobre este asunto. En el siguiente artículo les explicaremos cómo funciona en detalle el llamado “voto electrónico”, dónde se usa en la actualidad, y les detallaremos por qué es una mala idea que va a tener un impacto letal en la democracia.
Eva Sánchez Guerrero
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