viernes, 15 de febrero de 2008

INDUSTRIA AUDIOVISUAL: CÓMO PERDER UN NEGOCIO REDONDO


Hoy en día todo el mundo tiene un reloj, por lo general digital, ya que éstos se consiguen incluso en las cajas de Corn Flakes. Pero esto no siempre fue así. Probablemente muchos lectores recordarán que hace unas décadas un reloj era un objeto caro, o mejor dicho, que no había relojes baratos. Su mecanismo no era electrónico y digital sino mecánico y de manecillas. Los más apreciados solían ser suizos, aunque también había algunas marcas japonesas de prestigio, como Citizen. Y de repente a mediados de los años ochenta los relojes digitales venidos de Japón aparecieron y acabaron con la anterior hegemonía del reloj de manecillas. Muchas fábricas relojeras suizas fueron a la quiebra. Hiciesen lo que hiciesen, jamás podrían competir con el reloj digital, cuyo mecanismo interno era muchísimo más barato de producir. En las escuelas de negocio este es un caso clásico de pésima adaptación ante el descubrimiento de un avance tecnológico con capacidad de rediseñar un mercado (el término académico para esto es “cambio de paradigma”). Los suizos conocieron el mecanismo del cuarzo, en el que se basa el reloj digital, al mismo tiempo que los japoneses, pero en lugar de hacer algo al respecto, siguieron produciendo sus relojes tradicionales con la convicción de que los suyos eran de mucha más calidad y por lo tanto nadie dejaría de utilizarlos. Hoy sabemos que fue un terrible error.

Algo similar está pasando con la industria del audiovisual (la música y las películas). Hasta mediados de la última década del siglo pasado el negocio de la música y del cine estaba muy establecido y generaba unos grandísimos beneficios. Unas cuantas empresas, no más de diez, como Metro Goldwyn Mayer, controlaban todo el sistema, desde la producción (la grabación de películas, disponiendo de los estudios de cine y teniendo como empleados a las estrellas de Hollywood) hasta la distribución (que surte a los cines donde vamos a ver las películas), además contando con un mercado secundario muy lucrativo, la venta de esas películas en video o más recientemente en DVD. Entre otras tácticas para maximizar sus ingresos, esas empresas organizaban el calendario de estrenos por continentes o incluso por países, dependiendo de la disponibilidad de las estrellas protagonistas para visitar dichos países y crear más expectación, o la variabilidad en el número de espectadores dependiendo del mes y del tipo de película (todo el mundo sabe que las películas infantiles tienen más éxito en Navidad, por ejemplo). El espectador era un consumidor totalmente pasivo que solamente se enteraba de la existencia de una película cuando llegaba a los cines de su ciudad. Y entonces decidía si la iba a ver, o no.

Entonces Internet irrumpió en nuestras vidas. Esa tecnología que permite un acceso prácticamente instantáneo y universal a la información, y es una manera muy efectiva de saciar la curiosidad y la sed de información. Fue un maná para los “fans” o seguidores de actores, series de televisión, directores de cine, etc., ya que Internet ha hecho que nuestro mundo se convierta, ahora sí, “en un pañuelo” donde todo lo que pasa en un punto del globo se puede saber minutos después en el resto del planeta. Además, de la mano de la Web llegaron las tiendas “online”, es decir, establecimientos que venden productos a distancia a unos precios muy competitivos y que permiten comprar desde otro país. Los aficionados que no podían esperar para ver la última película de Julia Roberts, por ejemplo, podían acudir a la tienda estadounidense www.amazon.com y comprar allá el DVD correspondiente.

Esto a los estudios y empresas distribuidoras les pareció muy mal, porque percibieron que “perdían el control” que tan bien les había funcionado hasta aquel momento, e idearon mecanismos para evitar que alguien pudiera tener acceso a los contenidos (discos, películas) antes de tiempo. El más importante hasta hace un par de años es la restricción regional de los DVDs. Estos discos plateados que han invadido nuestros hogares y que parece que siempre hayan estado ahí, pero que son un invento relativamente reciente: en diciembre de 1995 se finalizó la definición del estándar DVD que esto supuso el pistoletazo de salida para la fabricación de millones de aparatos reproductores. En ese estándar se exigía que tanto los discos como los reproductores de DVDs tuvieran restricciones geográficas: los discos solamente se podrían ver en la región a la que pertenecían, y recíprocamente los reproductores DVD solamente podrían reproducir discos de su misma región. Las regiones definidas entonces, según criterios de marketing de la industria audiovisual, fueron seis: la número uno corresponde a Estados Unidos y Canadá, la dos a Europa Occidental, Japón, Oriente Medio y Sudáfrica, la tres al sudeste asiático, la cuatro a Latinoamérica, la cinco a Europa del Este, India y sus vecinos, y finalmente la seis correspondiente a China.

Es decir, que si usted viniese a Barcelona y se comprara la última película de Pedro Almodóvar, usted no sería capaz de ver esa película en el salón de su casa. Esto es a todas luces injusto, puesto que usted ha pagado por ella, pero además en el “nuevo mundo digital” es algo totalmente estúpido. Está demostrado que en computación si algo se bloquea, siempre habrá alguien suficientemente listo para desbloquearlo. En efecto, es bastante fácil remover ese control regional al aparato de DVD de su casa. De hecho, ha surgido una nueva región, la cero, que funciona en cualquier reproductor de DVDs del mundo, y es la que se usa en los “discos piratas” que podemos comprar en cualquier tianguis.

Pero hay una restricción más reciente y preocupante todavía, porque afecta al que va a ser el futuro de la industria audiovisual. ¿Recuerdan que mencionamos las tiendas en Internet donde se pueden comprar DVDs? Pues hoy en día en esas tiendas se pueden comprar las películas sin tener que adquirir el DVD. Es decir, por una módica cantidad (un par de dólares) se puede descargar a su “compu” la película en cuestión y verla ya sea en la misma “compu”, o conectando ésta a su televisor. Dicen que este es el futuro de la industria del cine, el comprar las películas por Internet y verlas en casa en nuestras televisiones, que son cada vez más grandes y con mejor calidad de imagen y sonido. Pues bien, a estas tiendas virtuales también han llegado las restricciones de una industria miedosa de perder el control. Solamente se puede hacer la compra antes descrita si nuestra computadora tiene una dirección de Internet del país de la tienda (normalmente Estados Unidos). Así se da el caso de que millones de personas fuera de Estados Unidos que siguen con fidelidad ciertas series y que no quieren esperar a que un canal televisivo de su país transmita su última temporada, no pueden pagar por descargar cada capítulo, que sería el acto lógico desde el punto de vista comercial. Al contrario, al ávido fan le obligan a comprar la copia pirata en el tianguis, o a realizar una descarga informal de Internet, mecanismos que no reportan ni un peso de beneficios a la empresa productora... triste manera de no dejar a un cliente seguro comprar tu producto. Triste manera de cerrar los ojos ante un cambio sustancial que afecta el corazón de tu industria, tal y como hicieron los suizos cuando se inventó el reloj digital.
Eva Sánchez Guerrero

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